Ambos, esposo y
esposa, dormían plácidamente en la cama, sin poder percatarse de que alguien
acababa de entrar en su casa: ni un sólo ruido hizo el intruso mientras se acercaba
desde la puerta a la tranquila estancia del matrimonio. Llegó incluso a alcanzar
el mismo lecho conyugal, por el lado de la mujer, que sólo entonces comprendió
lo que ese sexto sentido innato en todos los seres vivos pretendía decirle:
había alguien justo a su lado. El susto al despertar fue digno de aspavientos,
pero no gritó.
-Tranquila, madre –susurró su
hijo al verla despierta.
Aunque
no toda la prole de la pareja vivía con ellos, sino los más pequeños, algunos
solían visitar con asidua costumbre la casa de sus padres. Conformaban una
familia de lazos fuertes, capaces de afrontar los complicados acontecimientos
con que la mala fortuna había decidido marcarles, por lo que sólo en aquella casa
sentían esa especial seguridad inhallable en otro lugar. Pero en cualquier caso,
nada justificaba las maneras del hijo, a quien más le valía contar con una
buena razón para introducirse a hurtadillas en la casa, máxime a aquellas horas
que ya rozaban el alba. Decidido, pues, a dar las explicaciones pertinentes, el
joven se hizo acompañar por su madre hasta el humilde comedor. Su padre,
mientras, continuó durmiendo todo lo profundamente de que era capaz -y era
capaz de mucho-. Según
expondría de inmediato, el joven habría de marcharse en pocos
minutos a una misión que le turbaba en exceso, y las dudas acerca de ello le
habían estado torturando toda la noche, hasta decidir acudir a su consejo; no la
habría molestado de no ser necesario.
-¿Por qué esta vez es diferente
a las demás, hijo? –inquiría la buena mujer tras una explicación en la que su
vástago, aunque sin voluntad de contarle los entresijos de la misión, le
aseguraba que ésta podía ser una buena oportunidad para ellos.
-Podría encontrarla por fin…
-respondió pasados unos segundos de incertidumbre-. O eso cree mi señor.
La madre sintió encoger su
corazón y tragó con esfuerzo el nudo que se le acababa de formar en la
garganta. No quiso hablar.
-No será fácil y nada nos
garantiza que la volvamos a ver, pero…
-¿Corres algún peligro? –pudo
preguntar la mujer con miedo a la respuesta. El muchacho lo negó, más por
consolar a su madre que por decir la verdad-. Pues si hay una mínima
oportunidad de encontrarla… -fueron sus ojos, que no su voz, los que
terminarían de pronunciar aquella frase.
El
hijo comprendió entonces que no sacaría nada en claro de la visita, pues no
haría más que preocupar a los suyos con la verdad. Pero no podría haber
iniciado su empresa sin el conocimiento de su familia: necesitaba que lo
supieran, aunque tuviera prohibido compartir los detalles.
-Pase lo que pase, esta misma
noche vendré a veros –prometía el muchacho antes de marcharse y dejar a una
madre esperanzada, temerosa y con el alma en vilo; observando impaciente cómo
la aldea comenzaba ya a despertar.
KHEIDERON
ENERO 2013