Un alarido resonó en el bosque.
A través de sus espesas galerías arborescentes, un niño corría sin descanso procurando
no tropezar. Debía llegar lo antes posible al lugar desde donde su amiga
profería los sobrecogedores gritos que escuchaba, indicativo claro de que se
encontraba en problemas.
Los
dos niños –ella y él- solían pasar largos ratos inventando juegos e imaginando
aventuras. En su aldea no es que hubiera muchos más niños, la verdad; pero en
la infancia pocos son los reparos y muchas las razones por las que jugar con
otros niños, por pocos que éstos sean. Sin embargo aquello, en aquel momento, quedaba
lejos de ser divertido: durante una de sus emocionantes contiendas fantásticas,
él la había perdido de vista unos segundos, despiste que ella había aprovechado
para huir y esconderse, con el fin de dar un buen susto a su compañero. El
chico la conocía bien, no era la primera vez que uno se mofaba del otro
“desapareciendo” y esperando el rescate, yendo a parar cada vez a sitios de más
difícil acceso. Pero nunca antes la había oído chillar con semejante
desesperación y él, envalentonado, decidió que ir en su busca sería mejor que
acudir a los mayores.
La
encontró sentada en el suelo, aterrada. En su examen del terreno para localizar
el mejor escondite, la niña había llegado sin pretenderlo a la cabaña del “hombre
malo” -como parecían llamar a su inquilino-, quien por fortuna no estaba allí. Tenían
expresa prohibición de acercarse a aquella zona del bosque, si acaso no fueran
suficientes las historias de aquel lugar con que los adultos solían asustar a
los infantes de la aldea, a fin de motivarles a ser buenos bajo la amenaza de
la aparición del “hombre malo” si no lo eran. No era un sitio en el que
desearan estar y ambos sabían que no debían estar allí. Pero la infancia es
curiosa y a su llegada, lejos de huir, la niña había preferido echar un vistazo
a través de las minúsculas grietas de la madera que conformaba la parte baja de
la cabaña.
-¡Hay
un monstruo ahí! –dijo la niña inconsolable al ver a su amigo, a quien se
abrazó sabiéndose salvada. Pero de nuevo, la advertencia no hizo más que crear
en el pequeño una intriga que sólo sería satisfecha de una manera: tenía que
verlo con sus propios ojos. Ella intentó impedírselo, sin éxito.
Se
asomó lentamente, como quien no desea ser percibido, pero no fue capaz de
distinguir nada a través de aquellas ranuras; había muchos reflejos que le
confundían. ¿A qué se refería pues su compañera con “monstruo”? Allí no había
nada. Y entonces lo notó: las molestas luces del interior se movieron y lo que
había considerado en un primer momento algún artefacto brillante o simple sol
reflejado… ¡estaba vivo! ¡La luz estaba viva! Creyó distinguir una figura allá,
una mirada acá, destellos y más destellos… Todo era muy extraño, cierto; pero cayendo
en las potentes imaginaciones de los dos niños, se transformó en
fantasmagórico. No quiso ver más y volvió espantado junto a su amiga.
Y
corrieron y corrieron huyendo del mismísimo mal, dispuestos a contar a sus
mayores todo lo que sus ojos habían visto –o su mente había imaginado-.
KHEIDERON
ENERO 2013