“La cacería”
El paisaje era encantador. Desde
donde estaban, podía contemplarse cómo la ladera de la montaña descendía con
suavidad hacia una espesa arboleda, en la que se escondían los varios arroyos
que componían la sinfonía natural del paraje, junto con piares de diversa
índole y rumores lejanos que completaban la visión. Pero el grupo de cazadores
que caminaba alerta no entendía de bellezas bucólicas. Más bien estaban
inmersos en un sigiloso rastreo que les conduciría –esperaban- hacia alguno de
los osos de montaña que moraban en el lugar, cuya carne y pieles eran
consideradas de una calidad sobresaliente. Aunque la aldea a la que pertenecían
poseía ganaderos capaces de cubrir con creces las necesidades cárnicas comunes,
debería de haber seguramente algún gran festejo en los próximos días, pues no
podía ser otro el motivo de aquellos hombres para ejecutar la alta caza: tenían
mucho respeto a los animales de la montaña y no acostumbraban a molestarles sin
una buena razón.
Unos pasos pesados captaron la
atención de los cazadores, pero todos supieron deducir que no estaban siendo
producidas por ningún oso; parecían pisadas humanas. ¿Alguien más cazando?
Ciertamente, no tenían razones para sentirse amenazados por otra persona, pues
aunque muchas eran las guerras en todo el mundo, ninguna les afectaba ni a
ellos ni a su aldea directamente. Sin embargo, se sintieron turbados: ¿qué
cazador sería tan torpe de hacer tanto ruido simplemente andando? Tardaron poco
tiempo en comprobar de quién se trataba.
Hacía ya varios meses que un
hombre había llegado a su poblado. Ni hablaba ni entendía la lengua de los
demás, por lo que vivía aislado y trataba de evitar cualquier connato de socialización
con su entorno. Era muy extraño y, si bien su aspecto no era desagradable, en
las escasas ocasiones en que habían cruzado mirada con él habían hallado unos
ojos que, por su dureza, en absoluto invitaban a la empatía. Y ahora estaba
allí arriba, con ellos, aunque descendiendo por un camino que transcurría a
pocos metros de distancia. También averiguaron que la razón de las estruendosas
pisadas no debía de ser otra que el efecto producido por el peso que
aparentemente llevaba a su espalda. El hombre caminaba despacio, portando un
saco que, de hecho, parecía pesado; así se reflejaba en su rostro. Tanto él
como su enorme bolsa estaban manchados de sangre. ¿Un animal muerto? Quizá,
aunque la imaginación de los cazadores que le contemplaban comenzó a funcionar;
sencillo y gratuito es especular sobre un hombre del que desconocen todo.
No se atrevieron a decirle nada, pues ya habían
aprendido que no era gustoso de las confraternizaciones. Sólo se limitaron a
observarle en silencio mientras se perdía en los bosques de abajo, momento que
aprovecharon para hacer todo tipo de comentarios que uno de ellos, con acierto,
paró a tiempo de retornar a su labor. Debían localizar y cazar al oso sin más
demora; para ello habían sido contratados.
KHEIDERON
ENERO 2013